El Gran Norte recoge buena parte de lo que hoy conocemos como el Oeste americano: Un lugar donde las abruptas cadenas montañosas se alternan con altiplanos desérticos de magnitud inabarcables formando la frontera norte del vasto Imperio Español en América: Una territorio que durante el siglo XVIII era todavía “Terra Incognita”.
El territorio que Bernardo de Miera y Pacheco y sus compañeros de expedición recorrieron durante meses para explorar y cartografiar. Fue una existencia llena de peligros, de aventuras en las que no pocas veces estuvieron a punto de perecer.
Miera, cántabro él, es una de las figuras más polifacéticas y fascinantes de la América hispánica en el siglo XVIII. Fue un prolífico artista, que pintó y esculpió altares que hoy adornan iglesias y misiones virreinales del actual estado de Nuevo México. También fue ingeniero y capitán de milicias en varias campañas contra los comanches (que atacaban a otras tribus y a los propios españoles), como la que sostuvo el gobernador Anza con el temible jefe de guerra Cuerno Verde.
Explorador y cartógrafo sobresaliente, dibujó con trazo firme los mapas más relevantes y precisos del Gran Norte en la segunda mitad del siglo XVIII (mapas tremendamente útiles que luego utiizaron los estadounidenses). Fue comerciante, minero (sin suerte), recaudador de deudas y, en sus horas bajas, deudor. Alcalde mayor, ranchero y artesano ducho en el metal, la piedra y la madera.
En los últimos años de vida, don Bernardo sirvió como soldado distinguido en el presidio de Santa Fe, la villa más septentrional del Imperio Español en América, una zona fronteriza, remota y peligrosa, sometida al acoso constante de los belicosos apaches y comanches.
“Forjado en la frontera” nos asoma, a través de la extraordinaria vida de este cántabro originario del valle de Carriedo, a la profunda huella hispánica que quedó en la América del siglo XVIII, en un territorio de frontera que se convirtió en el rico crisol que es actualmente el septentrión novohispano.
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