Los Tercios (V). Asia, ss. XVI-XVII,

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Las Indias orientales, un universo tan exótico como difuso en el imaginario europeo del medioevo, fueron la quimera que desató la Época de los descubrimientos. En pos de las ricas especias, avezados marinos ibéricos exploraron aquellos vastos confines, donde, al igual que en América, el Tratado de Tordesillas estableció los límites de las zonas de influencia española y portuguesa. Con eje en las islas Filipinas, la frontera más lejana del imperio donde no se ponía el sol, la España de los Austrias afirmó en Asia una presencia que tendría ramificaciones hacia China, Japón, Indonesia y el sudeste Asiático, sin olvidar las islas del Pacífico y los territorios portugueses del Estado da Índia –de Ormuz, en el golfo Pérsico, hasta Macao– durante los sesenta años de Unión Ibérica. Los gobernadores y soldados de la Monarquía Hispánica hallaron, en aquella dilatada frontera, desafíos inéditos y enemigos muy distintos, desde temibles piratas chinos y japoneses hasta nativos irreductibles como los moros de Mindanao y los familiares corsarios de las Provincias Unidas, que querían fundar su propio imperio. La extensa geografía y la multiplicidad de islas hacían, además, de las fuerzas navales, un elemento indispensable. España construyó presidios y astilleros, reclutó tropas entre los nativos filipinos que prestaron valiosos servicios –caso de los cagayanes y, en especial, de los pampangos– e hizo un esfuerzo sostenido por extender su presencia en Asia con expediciones tan asombrosas como la que llevó a un puñado de aventureros a intervenir en la sucesión a la corona del reino de Camboya, o de tal envergadura como la que expulsó a los holandeses de las ansiadas Molucas, en 1606, por medio de la mayor armada y el mayor ejército españoles organizados en Asia en los siglos XVI y XVII.

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Spinola y la Guerra de Flandes
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En 1604 concluía, tras más de tres años de lucha, el costoso asedio de Ostende, una verdadera sangría humana y económica que dejaba al borde del agotamiento, tras un cuarto de siglo de combates incesantes, tanto a la Monarquía Hispánica como a las Provincias Unidas. La Guerra de Flandes se había convertido ya en una contienda de asedios y, sobre todo, de desgaste. El frente no experimentaba cambios importantes desde hacía más de un lustro y los recursos escaseaban para ambos bandos. Entonces entró en escena Ambrosio Spínola, un rico aristócrata de la República de Génova que, hastiado de la tediosa vida del patricio comercial, puso todo su talento y su fortuna al servicio de la Monarquía Hispánica. Al mismo tiempo, un noble flamenco, Philippe de Croÿ, conde de Solre, presentaba a los archiduques Alberto e Isabel, en Bruselas, un meticuloso plan bélico que debía romper el empate y obligar a las Provincias Unidas a sentarse a la mesa de negociaciones. De Bruselas, el plan pasó a Madrid, donde obtuvo el visto bueno de Felipe III. Spínola y Solre, con quienes nadie contaba de antemano, cambiaron el curso de una guerra enquistada. El eje de los combates se trasladó de las dunas flamencas y el Brabante densamente fortificado a la retaguardia holandesa. Con una capacidad de maniobra inédita y que marcaría todas sus campañas, Spínola cruzó el Rin y apareció de improviso en la región de Frisia, donde reabrió un frente que los rebeldes creían cerrado. Sir John Throckmorton, un oficial inglés que militaba bajo la bandera las Provincias Unidas, resumió mejor que nadie el golpe de efecto de Spínola “El enemigo no solo nos ha enseñado una nueva lección sobre la guerra, sino también una audacia inusual”. A lo largo de dos campañas, en 1605 y 1606, el genovés se anticipó, una y otra vez, a su adversario por antonomasia, Mauricio de Nassau, y logró robustecer lo suficiente la posición de los Habsburgo como para que en La Haya se aceptase una suspensión de armas que sería la base de la Tregua de los Doce Años, un respiro bienvenido por ambos bandos y sus mermadas finanzas.
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“Los Tercios 1600 – 1660”, Especial Número VII
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Cartagena de Indias, primera escala de la ruta de la Flota de Indias y principal puerto del virreinato de Nueva Granada, fue siempre un objetivo codiciado por piratas y corsarios. Desde finales del siglo XVII, sin embargo, fueron las armadas enemigas de la Corona española quienes pusieron sus miras en la ciudad. El ataque británico de 1741 fue la mayor amenaza que afrontó la ciudad. Con una opinión pública enfervorizada por el espíritu mercantilista y deseosa de poner fin al monopolio español en América, el gobierno de Horace Walpole envió contra Cartagena la mayor expedición anfibia organizada hasta entonces por Gran Bretaña.

Vernon, un oficial curtido, pero con intereses políticos en juego, tenía frente a sí un verdadero desafío geográfico y climático. Además de los defensores, capitaneados por hombres no menos duchos en su oficio como Blas de Lezo y Sebastián de Eslava –dos fuertes personalidades en pugna–, la difícil orografía de la bahía cartagenera y las enfermedades tropicales que proliferaban en el ambiente jugarían en contra de los británicos. Walpole estaba en lo cierto cuando afirmó que los mismos que festejaban la declaración de guerra a España se vestirían de luto poco después. La batalla de Cartagena de Indias llevó la guerra al continente americano a una escala nunca vista hasta entonces, y su categórico desenlace puso fin de forma definitiva a las ansias expansionistas de Gran Bretaña en la América hispana.

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La guerra de Independencia de los Estados Unidos fue un conflicto bélico que enfrentó a las Trece Colonias británicas originales en América del Norte contra el Reino de Gran Bretaña. Ocurrió entre 1775 y 1783, finalizando con la derrota británica en la batalla de Yorktown y la firma del Tratado de París. Los primeros compases de la llamada Guerra de Independencia de EEUU en la historiografía británica, o de la Revolución Americana en la estadounidense, están llenos de personajes dispuestos a llegar a un acuerdo, tanto en un bando como en el otro. ¿Cómo es posible que no lo consiguieran? Sin duda fueron muchos los factores que intervinieron pero lo más llamativo de que no se lograra un acuerdo es que el conflicto no tenía una evidente solución militar junto con la voluntad de una sociedad por seguir con la lucha.

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