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Peso | 0,25 kg |
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Mosquetero de los Tercios de Flandes, playmobil Custom, con sus inconfundibles “apóstoles” que llevaban la pólvora necesaria para un disparo de mosquete. El pesado mosquete al hombro y la horquilla en la otra mano. Poco a poco el mosquete fue tomando el relevo al arcabuz hasta hacerse dueño y señor de los campos de batalla.
Fue a partir de la década de 1560-70 que se introdujo de una manera definitiva el mosquete en el ejército, un arma superior al arcabuz que sólo había sido utilizada en la defensa de plazas. Concretamente, en 1567 el duque de Alba lo hizo adoptar a las unidades que llevó desde Milán a Bruselas en su recorrido por El Camino Español. Se pensaba que era un arma demasiado pesada para la infantería y hasta entonces no se había pensado distribuirlo a los infantes por parecer que la carga sería excesiva. Alba ordenó que cada compañía, fuese de piqueros o de arcabuceros, contase con quince mosqueteros.
Al ser más pesados y ser su cañón más largo que los de los arcabuces, necesitaba de una horquilla de sobre la que se apoyaba para apuntar. Este inconveniente era ampliamente compensado por sus mejores prestaciones en lo que se refiere a alcance, capacidad de penetración y calibre. (El modelo exacto de arma puede cambiar).
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El Monasterio de El Escorial, joya arquitectónica de los Dos Siglos de Oro, es uno de esos edificios emblemáticos que simbolizan una época y un reinado; en este caso, el de Felipe II. Esta novela nos invita a sumergirnos de lleno en el proceso de su construcción, desde la idea original hasta verlo acabado, y aún más allá, hasta el instante en que su fundador exhala el último suspiro entre los muros que había ordenado levantar para dar albergue definitivo a los huesos de su padre el Emperador, su madre y los suyos propios.
Treinta y seis años de la historia de España vistos desde la perspectiva de quienes se encargaron de erigir un palacio-monasterio en un lugar recóndito de la sierra segoviana: un rey que intervenía en los más mínimos detalles, el arquitecto que lo concibió y murió cuando los muros apenas se alzaban del suelo, el arquitecto que lo concluyó sin verse reconocido como tal, los monjes jerónimos que organizaron los trabajos sin dejar de cantar misas de prima a maitines, los priores que dirigían al mismo tiempo la obra y la congregación, los aparejadores insatisfechos , los maestros canteros que llegaron a amotinarse, el alcalde-contador que aprendió a usar el cargo en su propio beneficio, el bibliotecario perseguido por la Inquisición… Y en paralelo con ello, la vida de tres amigos marcada desde la infancia por la decisión regia de fundar el Monasterio de San Lorenzo en una localidad hasta entonces ignota y miserable.
Cada uno seguirá su propio camino, pero sus existencias girarán siempre en torno a él, entrecruzándose mientras los sobrios muros se van alzando hacia el cielo, se cubren las primeras alas con tejados de pizarra, jóvenes infantes comienzan a formarse en el seminario improvisado, se clasifican y ordenan los libros de una nutrida biblioteca, se consagra la basílica, se decoran las paredes con pinturas elegidas por el monarca y el nombre de El Escorial entra para siempre en la Historia.
Al amanecer del 7 de diciembre de 1585, un grupo de españoles del Tercio Viejo resistía a duras penas en un monte de Flandes durante la Guerra de los Ochenta Años. A su alrededor todo era agua, frío y desánimo, por lo que muchos miraron al Cielo en busca de respuestas. Entonces, casi por arte de magia, un soldado descubrió una tabla pintada en la que se representaba a laVirgen. A partir de entonces, su suerte cambió por completo, dando lugar a uno de los episodios más increíbles de la Historia de España: El milagro de Empel.
El Gran Norte recoge buena parte de lo que hoy conocemos como el Oeste americano: Un lugar donde las abruptas cadenas montañosas se alternan con altiplanos desérticos de magnitud inabarcables formando la frontera norte del vasto Imperio Español en América: Una territorio que durante el siglo XVIII era todavía “Terra Incognita”.
El territorio que Bernardo de Miera y Pacheco y sus compañeros de expedición recorrieron durante meses para explorar y cartografiar. Fue una existencia llena de peligros, de aventuras en las que no pocas veces estuvieron a punto de perecer.
Miera, cántabro él, es una de las figuras más polifacéticas y fascinantes de la América hispánica en el siglo XVIII. Fue un prolífico artista, que pintó y esculpió altares que hoy adornan iglesias y misiones virreinales del actual estado de Nuevo México. También fue ingeniero y capitán de milicias en varias campañas contra los comanches (que atacaban a otras tribus y a los propios españoles), como la que sostuvo el gobernador Anza con el temible jefe de guerra Cuerno Verde.
Explorador y cartógrafo sobresaliente, dibujó con trazo firme los mapas más relevantes y precisos del Gran Norte en la segunda mitad del siglo XVIII (mapas tremendamente útiles que luego utiizaron los estadounidenses). Fue comerciante, minero (sin suerte), recaudador de deudas y, en sus horas bajas, deudor. Alcalde mayor, ranchero y artesano ducho en el metal, la piedra y la madera.
En los últimos años de vida, don Bernardo sirvió como soldado distinguido en el presidio de Santa Fe, la villa más septentrional del Imperio Español en América, una zona fronteriza, remota y peligrosa, sometida al acoso constante de los belicosos apaches y comanches.
“Forjado en la frontera” nos asoma, a través de la extraordinaria vida de este cántabro originario del valle de Carriedo, a la profunda huella hispánica que quedó en la América del siglo XVIII, en un territorio de frontera que se convirtió en el rico crisol que es actualmente el septentrión novohispano.
En la mañana de Pascua de 1625, con los estandartes y gallardetes al viento y las cubiertas altas adornadas de pavesadas encarnadas, una magnífica Armada, la más poderosa organizada por España desde la La Felicísima, cruzó la barra de San Antonio en la costa de Brasil y se adentró en la Bahía de Todos los Santos.
La vista era imponente. Se trataba de la mayor fuerza naval que jamás hubiese cruzado el océano Atlántico y su frente de combate se extendía 6 leguas sobre el mar: 56 navíos y 1.185 cañones pertenecientes a las Armadas del mar Océano, del estrecho de Gibraltar y de Portugal, y a las Escuadras de Vizcaya, de Nápoles y de las Cuatro Villas. Embarcados iban 12.463 soldados españoles, portugueses y napolitanos encuadrados en 5 tercios de infantería, 2 españoles, 2 portugueses y 1 napolitano. El objetivo era recuperar la ciudad del Salvador, capital del Brasil, conquistada por una expedición holandesa el año anterior. Fue, junto con Breda, Cádiz, Génova y Lima, una de las grandes victorias de las armas hispanas que hicieron de 1625 el Annus Mirabilis español.
Para recuperar la capital del Brasil, Salvador de Bahía, España organizó la más grande fuerza expedicionaria llegada al continente americano hasta la fecha: 5 Tercios (2 viejos españoles, 1 viejo napolitano y 2 portugueses) embarcados en una gran flota compuesta por 3 armadas (la del mar Océano, la del Estrecho de Gibraltar y la de la Corona de Portugal) y 3 escuadras (la de las Cuatro Villas, la de Vizcaya y la de Nápoles), haciendo una proyección de la fuerza a miles de kilómetros de sus bases al tiempo que mantenía los frentes de Flandes, con el asedio de Breda, Alemania, y el Mediterráneo.
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